domingo, 23 de febrero de 2014

Lengua: "El castellano de Venezuela" de Ángel Rosenblat

El castellano en Venezuela

Ángel Rosenblat

El viajero que llega a tierras venezolanas con su bagaje de castellano «oficial», está expuesto a más de una sorpresa. Su automóvil pasa a la humilde categoría de carro, y si eso puede molestarle, se consolará cuando al reventársele una tripa no tenga que recurrir al médico —trance siempre peligroso—, sino a su tripa de repuesto, o a un parcho (o palcho). Por los caminos le sucederá que, sin ser faquir, tenga de cuando en cuando que comerse una flecha, o sea marchar a contramano. Si lleva consigo a una señora, ella podrá tener ansias, pero no hay que hacerse ilusiones, porque en seguida dará pruebas evidentes de náuseas. Puede algún colega exigirle que le preste el gato; no hay que creer que ese exigir sea prepotencia, porque no es nada más que rogar, y en seguida tendrá la prueba porque, agradecido ante su amabilidad, lo invitará a pegarse unos palos en un botiquín. No es para alarmarse: es una invitación muy simpática a tomarse unos tragos en una taberna o bar.

Y si no es usted automovilista, si es usted señora de su casa y tiene que ir al mercado, sus tribulaciones pueden ser muy serias. Para obtener su carne tendrá que recurrir a la pesa y al pesero, o pesador, porque eso de carnicería y carnicero parece excesiva crudeza. Verá que el apio no es apio, sino un tubérculo indígena, y si se empeña en conseguir apio para aromatizar, con perejil, sus sopas, tendrá que recurrir a sus reservas de francés o de inglés y pedir celerí. Si quiere habas o porotos (es el nombre quechua, extendido hasta la Argentina), tendrá que conformarse con las caraotas negras, que dan uno de los platos criollos más deliciosos. Y si quiere calabaza tendrá que pedir aullama («en el monte aúlla, y en la casa llama», adivina adivinador). Y le ofrecerán además la yuca, el ocumo y el ñame, para que pueda preparar el sabroso sancocho venezolano, temible rival del puchero argentino y del cocido español.

Pero sus tribulaciones reales comenzarán en el momento de pagar. No porque los precios le parecerán una horrenda prueba de xenofobia (más bien lo son de antropofobia, y también de misoginia), sino porque se perderá usted haciendo cuentas, de puyas, lochas, medios, reales, bolívares y pesos o fuertes. Si por una piña le piden a usted 25 centavos, no se entusiasme; eso equivale a un bolívar y 25 céntimos, porque un centavo son cinco céntimos. Siempre que vaya a comprar, el procedimiento más recomendable es entregar la cartera al vendedor. Si le da algo de vuelta, dése usted por contento. Si no, no se olvide de reclamar por lo menos la cartera.

Y aunque no sea usted automovilista ni dueña de casa, siempre se llevará sus sorpresas. Cuando le presenten dos morochas debe usted saber que son dos hermanas gemelas, aunque sean rubísimas (en la Argentina serían «dos morenas»). Es frecuente que un hombre le diga: «¡Hay que amarrarse los calzones!» antes de emprender una acción que requiera toda la hombría, y olvide que los calzones son en otras tierras prenda exclusivamente femenina. Eso sí, cuídese usted de la mamadera de gallo, que también se llama aquí tomadera de pelo, porque el venezolano es temible mamador de gallo y delira por la guachafita. No se deje engañar por eso de las estaciones del año. Hay solo dos, pero el invierno se caracteriza por ser más caluroso que el verano. En compensación, le da por llover más: el invierno está muy recio le dirán porque es una temporada muy lluviosa, o que está cayendo un invierno bravo, o un palo de agua, lo cual equivale a un chaparrón. Si le dicen voltee la esquina, no quieren decirle que la derribe, sino que la doble usted. Y procure que no le coloquen en el camino una concha de mango, porque se irá indefectiblemente de bruces, como cuando le colocan a uno una cáscara de banana o de plátano, y es cosa que aquí hacen a veces —o hacemos a veces los profesores amargos en los exámenes con los inocentes alumnos, o las agraciadas venezolanas con los siempre incautos pretendientes para hacerlos caer en las dulces redes del matrimonio.

El turista, ¡pobre!, se llevará a cada rato las manos a la cabeza. Tendrá una impresión extraña. Con todo, será una impresión falsa. Como las impresiones de todo turista. Hay una greguería del gran Ramón Gómez de la Serna, algo enigmática: «Dormía —dice— con la boca abierta, como si fuese un turista de los sueños.» ¿Y por qué un turista de los sueños tiene que dormir con la boca abierta? Seguramente porque un turista es por naturaleza un boca abierta, un hombre que anda por el mundo con la boca abierta.

La visión del turista es pintoresca, pero siempre superficial. Una guía del turismo lingüístico podría reunir varios centenares de expresiones que en otras partes se entenderían de manera distinta y hasta cómica, y muchas que en otros países son inocentes y aquí se han vuelto tabú (o viceversa). Pero lo mismo pasa con cualquier región del castellano; y si se quiere, del inglés o del francés. Por debajo del pintoresquismo superficial hay una profunda unidad de lengua española. Venezuela, todos los países hispánicos de América y España hablan una sola y misma lengua, aunque dentro de esa gran unidad, cada país, cada región, cada pueblo, y hasta cada individuo, tiene su propia fisonomía, sus propios matices. Venezuela tiene estilo lingüístico peculiar dentro de la gran unidad de la lengua española.

¿Cómo se explican las diferencias con otras regiones? En primer lugar, por la influencia indígena. Cada región americana tiene sus propios nombres para la flora y la fauna, porque sus árboles, sus flores, sus frutos, sus pájaros, constituyen su nota más original y característica. Muchas de las designaciones venezolanas son también antillanas, bien porque proceden de los indios arahuacos y caribes, comunes a Venezuela y las Antillas, o porque las trajo el conquistador español, que pasó en las Antillas su primera etapa de aclimatación americana, o porque pasaron de Venezuela a las Antillas en los cuatro siglos de contacto. Por ejemplo, yuca, cazabe, arepa, cabuya, caoba, bucare, caimito, anón, guanábana, guayaba, maguey, mamey, merey, guamo, guácimo, ceiba, totuma, papaya, mangle, sabana, comején, iguana, nigua, jején, cocuyo, acure, guabina, carite, caimán, tiburón, colibrí, morrocoy, guacamaya y muchas más. Y hasta hay una voz indígena de Venezuela que ha tenido rara y brillante fortuna por el mundo: butaca, de los indios cumanagotos. Y otra, que no es indígena: el arrastracueros venezolano, que ha circulado por Europa y ha vuelto a América transfigurado en el rastaquouère francés.

Además, las distintas regiones de Venezuela se diferencian bastante entre ellas. Caracas (y todo el Centro) se caracteriza por el papelón (grandes conos de azúcar sin refinar), los Andes por la panela (panes cuadrilongos del mismo azúcar). En Caracas la banana se llama cambur (en cambio el plátano es una variedad que se come asada, frita o sancochada), y en Los Andes guinea. El cambur se puede considerar la fruta nacional, no solo por la cantidad de platos en que entra o por la veintena de variedades que ofrece, con nombres pintorescos (topocho, locho, pineo, cuyaco, titiaro, dominico, manzano, morado, negro, roso, mataburro, rabo de mula, jartón, zumbi, etc.), sino porque tener un cambur (un puesto público) es ideal legítimo de todo ciudadano, y hasta varios cambures, lo cual ya es encamburarse muy seriamente (lo mismo que en España enchufarse). Y así como es muy agradable tener un buen cambur, es horrendo que lo descamburen a uno, lo cual es perder el cambur, o que le corten el cambur.

Otra fruta diferenciadora de los venezolanos es el aguacate (el nombre es mejicano; en los países del Sur, palta, de origen peruano); en Los Andes se llama cura (de los antiguos muiscas). Y se cuenta de un pobre campesino que había perdido su mula y preguntaba desconsoladamente a todo el mundo: «Ore, pares, ¿usted no ha visto una mula cargada de cures verdes, la santa cruz matada y el gobernador de ña rastra?». La cruz matada es el lomo llagado, y el gobernador es el cabestro.

Las distintas regiones de Venezuela se diferencian además por la pronunciación y por la morfología. En líneas muy generales se puede hablar de dos regiones: las tierras altas y las tierras bajas.

Las tierras bajas de Venezuela (Caracas, con todo el Centro; la Costa, desde Maracaibo hasta Oriente; los Llanos y Guayana) relajan las consonantes: aspiran o se comen las eses (loj hombrej, laj ocho, lo fósforo, etc.), debilitan o pierden la d intervocálica (toíto, venío, una bofetá, etc.), pierden la r final (voy a comé, etc.), confunden r y l (señol, sordao, etc.), pronuncian débil y velar la n final de palabra (corazón, etc.), Hay quienes creen que algunos de esos rasgos (por ejemplo la confusión de r y l) se deben a influencia negra. Es una suposición gratuita. La verdad es que se da, en general, en casi todas las tierras bajas de América, y también en Extremadura y Andalucía. Gabriel y Galán, en sus poesías extremeñas, escribe señol, mejol, peol, invielno, huélfano, etc. La comedia madrileña se burla del maestro andaluz que dice: «Niños: barcón, sordao y mardita sea tu arma se escriben con l».

En cambio, las tierras altas de Venezuela (los estados andinos de Mérida, Táchira y Trujillo), como la región andina de Colombia y las tierras altas de toda América, pronuncian muy bien, y hasta con cierto énfasis, todas las consonantes. Un andino se distingue en seguida de los demás venezolanos por la manera como silba las eses. Hay además en Los Andes un rasgo lingüístico que sorprende a los profanos: el voseo. Se dice vos sos, vos tomás, vos tenés, etc., igual que en Colombia, la Argentina u otros países. Este voseo se extiende por gran parte de los Estados Lara y Falcón.

También la extensa y rica zona del Zulia, con su gran ciudad de Maracaibo («la tierra del sol amada», y en verdad que hay amores que matan), tiene voseo. Pero es un voseo distinto del andino: vos sois, vos cantáis, vos tenéis, etc. Esas formas son también generales en Trujillo y penetran en Lara, Falcón y Yaracuy. En todas esas regiones de voseo son corrientes imperativas como vení, decí, salí, cantá, que proceden de los antiguos venid, decid, salid, cantad, usados para dirigirse a una sola persona (la gente cree que se deben a desplazamiento del acento). Esos imperativos se conservan también en muchos lugares de los Llanos y de Guayana, como resto del voseo español, que fue general en España y América en todo el siglo XVI.

Tierras altas y tierras bajas se diferencian además por las fórmulas de tratamiento. En Los Andes todavía se oye su merced, aunque no tanto como en Colombia y la Sierra del Ecuador. El andino trata de usted o vusté hasta a su mujer, los hijos o los hermanos (cuando se enfada usa el vos). En cambio, el caraqueño, el oriental o el llanero tratan de tú a todo el mundo. En general, Venezuela es tierra de una campechanía asombrosa. Por fortuna, no existen las rígidas jerarquías de otras partes ni el figurón, que tantos estragos hace en algunas tierras. El prestigio hay que ganárselo día a día, y en ese sentido nadie vive de sus rentas. Hay una simpática familiaridad. El apretón de manos casi no existe: las personas se abrazan, o se dan palmadas en los brazos. Y por menos de nada un estudiante da unos cariñosos golpecitos en el hombro a su anciano profesor. El venezolano es, en general, enemigo de toda solemnidad.

También llama la atención en Venezuela la gran cantidad de voces de origen inglés (mejor dicho, norteamericano). No solo las del deporte (sobre todo las del base-ball), de los negocios (desde chequear, que está desplazando al galicismo controlar), o de la industria (la petrolera, etc.). Hay una verdadera inundación de anglicismos, hasta en la casa del más sencillo ciudadano, aun en el apartamento más humilde: el hall, el living, el pantry, el clóset, el seibó, el estor, sin contar partes más excusadas. Y no hay que olvidar los anglicismos enmascarados, como las plumas fuentes, las fuentes de soda y los perros calientes. El más horrendo es el okey y el más simpático el picoteo: de pick up, el fonocaptor de radio y fonógrafos, se ha formado picot, y de ahí picotear, bailar al son del picot, y picoteo ‘fiesta donde se puede picotear’ (quizá haya además juego con picoteo, de pica, asociándolo con parloteo, etc.).

¿Y qué tiene de extraño que haya tantos anglicismos, si todo llega de los Estados Unidos, en lata, hasta las frutas tropicales, los refrescos, el cacao y otras especialidades venezolanas? Con esto del progreso técnico, parece que hay señoras que han encargado sus niñitos a Nueva York (antes los traían de París) y cualquier día llegan enlatados, en potes. ¡Es comodísimo!

He ahí uno de los aspectos más ostensibles de la nueva Venezuela. El léxico está en constante renovación y marcha con los vaivenes del mundo. Hemos pasado por la época del cabaret, la boîte, el cognac, el champagne, el rouge, el paltó, el control y la toilette, y estamos entrando en la del dancing, el cocktail, el brandy, el whisky, el carro y el chequeo. ¡Cómo cambia el mundo!

Pero más importante, desde el punto de vista lingüístico, es el sistema de preferencias dentro del castellano mismo. Amado Alonso decía que todo el lenguaje de Buenos Aires se podía reducir a dos palabras de signo opuesto: todo lo bueno es lindo, todo lo malo es macana. En Venezuela todo lo bueno es sabroso: no solo un manjar, sino también un paisaje, un concierto, una persona, una fiesta, una película, una conversación, un paseo, etc. Y entre las valoraciones negativas, la que tiene más peso es la de la mala suerte, lo pavoso. Tener pava o pavita o ser pavoso es la suprema descalificación. Hay una verdadera profusión de palabras equivalentes: junto a la pava, la mabita (de ahí mabitoso), la guiña (del francés guigne) y el mayén (que puede ser verde o floreado), y aun una serie de términos regionales. Todo venezolano que se precie tiene su lista de cosas pavosas (es pavoso por ejemplo, un paraguas abierto dentro de la casa, un sombrero encima de la cama, un zaguán empapelado, encontrarse con un tuerto o un bizco, etc.), y también de personas pavosas. La contra de lo pavoso es hacer un ademán típico, y además el cariaquito morado. El lenguaje revela el fondo supersticioso y juguetón del pueblo venezolano.

Otro rasgo importante es la afición a los términos genéricos. Todo objeto grande o pequeño, es un bicho (o bicha), un coroto o un perol (y aun perola). Toda persona, respetable o no, es un tercio (o terciazo), un o una cifra («Fulano es una cifra valiosa del magisterio»). Contaba Pocaterra que de regreso de uno de sus viajes le dijo un amigo, que quería lanzarlo por los azarosos caminos de la política venezolana:

—Tiene usted que ponerse en contacto con los elementos.

La frase le pareció muy profunda, porque un político que se precie debe familiarizarse estrechamente con los cuatro elementos, el agua, el aire, la tierra y el fuego (sobre todo el fuego). Pero no, el amigo aludía nada más que a los elementos del partido.


Pero no exageremos. El castellano de Venezuela tiene plena fisonomía americana y puede uno deslizarse plácidamente por él, no sin algún tropiezo, como por las hermosas carreteras y autopistas del país. El que maneje el castellano solo por los diccionarios y las gramáticas puede llevarse sorpresas. Pero el que conozca el habla familiar y popular de otras partes de América, o el castellano hablado en Madrid o en Sevilla, se sentirá en casa propia. Porque en Venezuela se habla una variedad dignísima del castellano. A cada paso sorprende, en el habla familiar, la extraordinaria riqueza de giros, de comparaciones ingeniosas, de expresiones pintorescas y metafóricas, la imaginería verbal, la profusión de matices. Y la prensa y la literatura presentan en general un castellano que puede parangonarse en dignidad y belleza con el de cualquier país de América. Un castellano que ha dado una nota muy alta y muy original en el cuento, en la novela y en la poesía.

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