El castellano en Venezuela
Ángel Rosenblat
El viajero que llega a tierras venezolanas con su bagaje de
castellano «oficial», está expuesto a más de una sorpresa. Su automóvil pasa a
la humilde categoría de carro, y si eso puede molestarle, se consolará cuando
al reventársele una tripa no tenga que recurrir al médico —trance siempre
peligroso—, sino a su tripa de repuesto, o a un parcho (o palcho). Por los
caminos le sucederá que, sin ser faquir, tenga de cuando en cuando que comerse
una flecha, o sea marchar a contramano. Si lleva consigo a una señora, ella
podrá tener ansias, pero no hay que hacerse ilusiones, porque en seguida dará
pruebas evidentes de náuseas. Puede algún colega exigirle que le preste el
gato; no hay que creer que ese exigir sea prepotencia, porque no es nada más
que rogar, y en seguida tendrá la prueba porque, agradecido ante su amabilidad,
lo invitará a pegarse unos palos en un botiquín. No es para alarmarse: es una
invitación muy simpática a tomarse unos tragos en una taberna o bar.
Y si no es usted automovilista, si es usted señora de su
casa y tiene que ir al mercado, sus tribulaciones pueden ser muy serias. Para
obtener su carne tendrá que recurrir a la pesa y al pesero, o pesador, porque
eso de carnicería y carnicero parece excesiva crudeza. Verá que el apio no es
apio, sino un tubérculo indígena, y si se empeña en conseguir apio para
aromatizar, con perejil, sus sopas, tendrá que recurrir a sus reservas de
francés o de inglés y pedir celerí. Si quiere habas o porotos (es el nombre
quechua, extendido hasta la
Argentina), tendrá que conformarse con las caraotas negras,
que dan uno de los platos criollos más deliciosos. Y si quiere calabaza tendrá
que pedir aullama («en el monte aúlla, y en la casa llama», adivina
adivinador). Y le ofrecerán además la yuca, el ocumo y el ñame, para que pueda
preparar el sabroso sancocho venezolano, temible rival del puchero argentino y
del cocido español.
Pero sus tribulaciones reales comenzarán en el momento de
pagar. No porque los precios le parecerán una horrenda prueba de xenofobia (más
bien lo son de antropofobia, y también de misoginia), sino porque se perderá
usted haciendo cuentas, de puyas, lochas, medios, reales, bolívares y pesos o
fuertes. Si por una piña le piden a usted 25 centavos, no se entusiasme; eso
equivale a un bolívar y 25 céntimos, porque un centavo son cinco céntimos.
Siempre que vaya a comprar, el procedimiento más recomendable es entregar la
cartera al vendedor. Si le da algo de vuelta, dése usted por contento. Si no,
no se olvide de reclamar por lo menos la cartera.
Y aunque no sea usted automovilista ni dueña de casa,
siempre se llevará sus sorpresas. Cuando le presenten dos morochas debe usted
saber que son dos hermanas gemelas, aunque sean rubísimas (en la Argentina serían «dos
morenas»). Es frecuente que un hombre le diga: «¡Hay que amarrarse los
calzones!» antes de emprender una acción que requiera toda la hombría, y olvide
que los calzones son en otras tierras prenda exclusivamente femenina. Eso sí,
cuídese usted de la mamadera de gallo, que también se llama aquí tomadera de
pelo, porque el venezolano es temible mamador de gallo y delira por la
guachafita. No se deje engañar por eso de las estaciones del año. Hay solo dos,
pero el invierno se caracteriza por ser más caluroso que el verano. En
compensación, le da por llover más: el invierno está muy recio le dirán porque
es una temporada muy lluviosa, o que está cayendo un invierno bravo, o un palo
de agua, lo cual equivale a un chaparrón. Si le dicen voltee la esquina, no quieren
decirle que la derribe, sino que la doble usted. Y procure que no le coloquen
en el camino una concha de mango, porque se irá indefectiblemente de bruces,
como cuando le colocan a uno una cáscara de banana o de plátano, y es cosa que
aquí hacen a veces —o hacemos a veces los profesores amargos en los exámenes
con los inocentes alumnos, o las agraciadas venezolanas con los siempre
incautos pretendientes para hacerlos caer en las dulces redes del matrimonio.
El turista, ¡pobre!, se llevará a cada rato las manos a la
cabeza. Tendrá una impresión extraña. Con todo, será una impresión falsa. Como
las impresiones de todo turista. Hay una greguería del gran Ramón Gómez de la Serna, algo enigmática:
«Dormía —dice— con la boca abierta, como si fuese un turista de los sueños.» ¿Y
por qué un turista de los sueños tiene que dormir con la boca abierta?
Seguramente porque un turista es por naturaleza un boca abierta, un hombre que
anda por el mundo con la boca abierta.
La visión del turista es pintoresca, pero siempre
superficial. Una guía del turismo lingüístico podría reunir varios centenares
de expresiones que en otras partes se entenderían de manera distinta y hasta
cómica, y muchas que en otros países son inocentes y aquí se han vuelto tabú (o
viceversa). Pero lo mismo pasa con cualquier región del castellano; y si se
quiere, del inglés o del francés. Por debajo del pintoresquismo superficial hay
una profunda unidad de lengua española. Venezuela, todos los países hispánicos
de América y España hablan una sola y misma lengua, aunque dentro de esa gran
unidad, cada país, cada región, cada pueblo, y hasta cada individuo, tiene su
propia fisonomía, sus propios matices. Venezuela tiene estilo lingüístico
peculiar dentro de la gran unidad de la lengua española.
¿Cómo se explican las diferencias con otras regiones? En
primer lugar, por la influencia indígena. Cada región americana tiene sus
propios nombres para la flora y la fauna, porque sus árboles, sus flores, sus
frutos, sus pájaros, constituyen su nota más original y característica. Muchas
de las designaciones venezolanas son también antillanas, bien porque proceden
de los indios arahuacos y caribes, comunes a Venezuela y las Antillas, o porque
las trajo el conquistador español, que pasó en las Antillas su primera etapa de
aclimatación americana, o porque pasaron de Venezuela a las Antillas en los
cuatro siglos de contacto. Por ejemplo, yuca, cazabe, arepa, cabuya, caoba,
bucare, caimito, anón, guanábana, guayaba, maguey, mamey, merey, guamo,
guácimo, ceiba, totuma, papaya, mangle, sabana, comején, iguana, nigua, jején,
cocuyo, acure, guabina, carite, caimán, tiburón, colibrí, morrocoy, guacamaya y
muchas más. Y hasta hay una voz indígena de Venezuela que ha tenido rara y
brillante fortuna por el mundo: butaca, de los indios cumanagotos. Y otra, que
no es indígena: el arrastracueros venezolano, que ha circulado por Europa y ha
vuelto a América transfigurado en el rastaquouère francés.
Además, las distintas regiones de Venezuela se diferencian
bastante entre ellas. Caracas (y todo el Centro) se caracteriza por el papelón
(grandes conos de azúcar sin refinar), los Andes por la panela (panes
cuadrilongos del mismo azúcar). En Caracas la banana se llama cambur (en cambio
el plátano es una variedad que se come asada, frita o sancochada), y en Los
Andes guinea. El cambur se puede considerar la fruta nacional, no solo por la
cantidad de platos en que entra o por la veintena de variedades que ofrece, con
nombres pintorescos (topocho, locho, pineo, cuyaco, titiaro, dominico, manzano,
morado, negro, roso, mataburro, rabo de mula, jartón, zumbi, etc.), sino porque
tener un cambur (un puesto público) es ideal legítimo de todo ciudadano, y
hasta varios cambures, lo cual ya es encamburarse muy seriamente (lo mismo que
en España enchufarse). Y así como es muy agradable tener un buen cambur, es
horrendo que lo descamburen a uno, lo cual es perder el cambur, o que le corten
el cambur.
Otra fruta diferenciadora de los venezolanos es el aguacate
(el nombre es mejicano; en los países del Sur, palta, de origen peruano); en
Los Andes se llama cura (de los antiguos muiscas). Y se cuenta de un pobre
campesino que había perdido su mula y preguntaba desconsoladamente a todo el
mundo: «Ore, pares, ¿usted no ha visto una mula cargada de cures verdes, la
santa cruz matada y el gobernador de ña rastra?». La cruz matada es el lomo
llagado, y el gobernador es el cabestro.
Las distintas regiones de Venezuela se diferencian además
por la pronunciación y por la morfología. En líneas muy generales se puede
hablar de dos regiones: las tierras altas y las tierras bajas.
Las tierras bajas de Venezuela (Caracas, con todo el Centro;
la Costa, desde
Maracaibo hasta Oriente; los Llanos y Guayana) relajan las consonantes: aspiran
o se comen las eses (loj hombrej, laj ocho, lo fósforo, etc.), debilitan o
pierden la d intervocálica (toíto, venío, una bofetá, etc.), pierden la r final
(voy a comé, etc.), confunden r y l (señol, sordao, etc.), pronuncian débil y
velar la n final de palabra (corazón, etc.), Hay quienes creen que algunos de
esos rasgos (por ejemplo la confusión de r y l) se deben a influencia negra. Es
una suposición gratuita. La verdad es que se da, en general, en casi todas las
tierras bajas de América, y también en Extremadura y Andalucía. Gabriel y Galán,
en sus poesías extremeñas, escribe señol, mejol, peol, invielno, huélfano, etc.
La comedia madrileña se burla del maestro andaluz que dice: «Niños: barcón,
sordao y mardita sea tu arma se escriben con l».
En cambio, las tierras altas de Venezuela (los estados
andinos de Mérida, Táchira y Trujillo), como la región andina de Colombia y las
tierras altas de toda América, pronuncian muy bien, y hasta con cierto énfasis,
todas las consonantes. Un andino se distingue en seguida de los demás
venezolanos por la manera como silba las eses. Hay además en Los Andes un rasgo
lingüístico que sorprende a los profanos: el voseo. Se dice vos sos, vos tomás,
vos tenés, etc., igual que en Colombia, la Argentina u otros países. Este voseo se extiende
por gran parte de los Estados Lara y Falcón.
También la extensa y rica zona del Zulia, con su gran ciudad
de Maracaibo («la tierra del sol amada», y en verdad que hay amores que matan),
tiene voseo. Pero es un voseo distinto del andino: vos sois, vos cantáis, vos
tenéis, etc. Esas formas son también generales en Trujillo y penetran en Lara,
Falcón y Yaracuy. En todas esas regiones de voseo son corrientes imperativas
como vení, decí, salí, cantá, que proceden de los antiguos venid, decid, salid,
cantad, usados para dirigirse a una sola persona (la gente cree que se deben a
desplazamiento del acento). Esos imperativos se conservan también en muchos
lugares de los Llanos y de Guayana, como resto del voseo español, que fue
general en España y América en todo el siglo XVI.
Tierras altas y tierras bajas se diferencian además por las
fórmulas de tratamiento. En Los Andes todavía se oye su merced, aunque no tanto
como en Colombia y la Sierra
del Ecuador. El andino trata de usted o vusté hasta a su mujer, los hijos o los
hermanos (cuando se enfada usa el vos). En cambio, el caraqueño, el oriental o
el llanero tratan de tú a todo el mundo. En general, Venezuela es tierra de una
campechanía asombrosa. Por fortuna, no existen las rígidas jerarquías de otras
partes ni el figurón, que tantos estragos hace en algunas tierras. El prestigio
hay que ganárselo día a día, y en ese sentido nadie vive de sus rentas. Hay una
simpática familiaridad. El apretón de manos casi no existe: las personas se
abrazan, o se dan palmadas en los brazos. Y por menos de nada un estudiante da
unos cariñosos golpecitos en el hombro a su anciano profesor. El venezolano es,
en general, enemigo de toda solemnidad.
También llama la atención en Venezuela la gran cantidad de
voces de origen inglés (mejor dicho, norteamericano). No solo las del deporte
(sobre todo las del base-ball), de los negocios (desde chequear, que está
desplazando al galicismo controlar), o de la industria (la petrolera, etc.).
Hay una verdadera inundación de anglicismos, hasta en la casa del más sencillo
ciudadano, aun en el apartamento más humilde: el hall, el living, el pantry, el
clóset, el seibó, el estor, sin contar partes más excusadas. Y no hay que
olvidar los anglicismos enmascarados, como las plumas fuentes, las fuentes de
soda y los perros calientes. El más horrendo es el okey y el más simpático el
picoteo: de pick up, el fonocaptor de radio y fonógrafos, se ha formado picot,
y de ahí picotear, bailar al son del picot, y picoteo ‘fiesta donde se puede
picotear’ (quizá haya además juego con picoteo, de pica, asociándolo con
parloteo, etc.).
¿Y qué tiene de extraño que haya tantos anglicismos, si todo
llega de los Estados Unidos, en lata, hasta las frutas tropicales, los
refrescos, el cacao y otras especialidades venezolanas? Con esto del progreso
técnico, parece que hay señoras que han encargado sus niñitos a Nueva York
(antes los traían de París) y cualquier día llegan enlatados, en potes. ¡Es
comodísimo!
He ahí uno de los aspectos más ostensibles de la nueva
Venezuela. El léxico está en constante renovación y marcha con los vaivenes del
mundo. Hemos pasado por la época del cabaret, la boîte, el cognac, el
champagne, el rouge, el paltó, el control y la toilette, y estamos entrando en
la del dancing, el cocktail, el brandy, el whisky, el carro y el chequeo. ¡Cómo
cambia el mundo!
Pero más importante, desde el punto de vista lingüístico, es
el sistema de preferencias dentro del castellano mismo. Amado Alonso decía que
todo el lenguaje de Buenos Aires se podía reducir a dos palabras de signo
opuesto: todo lo bueno es lindo, todo lo malo es macana. En Venezuela todo lo
bueno es sabroso: no solo un manjar, sino también un paisaje, un concierto, una
persona, una fiesta, una película, una conversación, un paseo, etc. Y entre las
valoraciones negativas, la que tiene más peso es la de la mala suerte, lo
pavoso. Tener pava o pavita o ser pavoso es la suprema descalificación. Hay una
verdadera profusión de palabras equivalentes: junto a la pava, la mabita (de
ahí mabitoso), la guiña (del francés guigne) y el mayén (que puede ser verde o
floreado), y aun una serie de términos regionales. Todo venezolano que se
precie tiene su lista de cosas pavosas (es pavoso por ejemplo, un paraguas
abierto dentro de la casa, un sombrero encima de la cama, un zaguán empapelado,
encontrarse con un tuerto o un bizco, etc.), y también de personas pavosas. La
contra de lo pavoso es hacer un ademán típico, y además el cariaquito morado.
El lenguaje revela el fondo supersticioso y juguetón del pueblo venezolano.
Otro rasgo importante es la afición a los términos
genéricos. Todo objeto grande o pequeño, es un bicho (o bicha), un coroto o un
perol (y aun perola). Toda persona, respetable o no, es un tercio (o terciazo),
un o una cifra («Fulano es una cifra valiosa del magisterio»). Contaba
Pocaterra que de regreso de uno de sus viajes le dijo un amigo, que quería
lanzarlo por los azarosos caminos de la política venezolana:
—Tiene usted que ponerse en contacto con los elementos.
La frase le pareció muy profunda, porque un político que se
precie debe familiarizarse estrechamente con los cuatro elementos, el agua, el
aire, la tierra y el fuego (sobre todo el fuego). Pero no, el amigo aludía nada
más que a los elementos del partido.
Pero no exageremos. El castellano de Venezuela tiene plena
fisonomía americana y puede uno deslizarse plácidamente por él, no sin algún
tropiezo, como por las hermosas carreteras y autopistas del país. El que maneje
el castellano solo por los diccionarios y las gramáticas puede llevarse
sorpresas. Pero el que conozca el habla familiar y popular de otras partes de
América, o el castellano hablado en Madrid o en Sevilla, se sentirá en casa
propia. Porque en Venezuela se habla una variedad dignísima del castellano. A
cada paso sorprende, en el habla familiar, la extraordinaria riqueza de giros,
de comparaciones ingeniosas, de expresiones pintorescas y metafóricas, la
imaginería verbal, la profusión de matices. Y la prensa y la literatura
presentan en general un castellano que puede parangonarse en dignidad y belleza
con el de cualquier país de América. Un castellano que ha dado una nota muy
alta y muy original en el cuento, en la novela y en la poesía.